Identidad frágil y los límites del periodismo
Recientemente una persona provista de un micrófono interpelaba a un vecino acerca de un asesinato.
Muy locuaz resultó ser el señor que escandalizado dijo “se fue sin hacer la cama” para justificar las dificultades psíquicas de Juan (la víctima de la tragedia).
Continúan luego la conversación con micrófono por medio explicando otras características de la personalidad de Juan.
Compartían ambos que “no hacer la cama “ es señal inequívoca de un síntoma psicológico importante.
No existe autor alguno que considere este signo como elemento a tener en cuenta en un diagnóstico de salud mental. Pero muchos intrépidos “periodistas” se atreven con temas médicos, psicológicos y sociales. Hace algunos años los síntomas de la anorexia y la bulimia fueron especialmente estelares.
No se pronuncian por supuesto con temas más ligados a la tecnología o a las ciencias exactas porque en ellos los errores y omisiones serían más flagrantes.
Sus “verdades” en los temas mencionados son ideología pura y dura. Unos puntos de vista dirigidos al show pero que en nada ayudan a las personas afectadas. Estamos en el todo vale, en el destripe brutal de la intimidad.
Sostienen como verdades absolutas algunos principios:
- Hacer “visible”, una situación traumática, confesarla a los cuatro vientos en los medios de comunicación sirve para elaborarla. Absolutamente falso. Es muy conveniente expresar una situación de este tipo, pero en la INTIMIDAD. A un amigo, un familiar, en una sesión terapéutica, eso no es exhibición, es catarsis (del griego, descarga emocional)
En el extremo, desnudar la intimidad en público, aún más si son situaciones dolorosas, constituye una representación y suele tener consecuencias más o menos desagradables, incluso dolorosas, marcando con más fuerza el recuerdo que provoca malestar.
Dudo que estos “periodistas”, no titulados y llamados “colaboradores” y algunos con título habilitante tengan idea del daño que pueden causar a los que persiguen con sus alcachofas por doquier. O tal vez no les interesa demasiado, siempre y cuando sirva para ascender en la profesión o ser adecuadamente remunerados.
Un ejemplo significativo lo he visto y oído recientemente: a raíz del vigésimo aniversario de los atentados en los trenes de Madrid.
Un reputado colaborador (aparece frecuentemente en radio y televisión) pregunta a una mujer que viajaba en uno de los trenes siniestrados y que consiguió salvar la vida. “¿No se siente culpable?
Sólo le faltó agregar: “es su obligación experimentar intensa culpa”. Hubiera deseado saber qué emociones provocó en la sobreviviente semejante pregunta, pero la increpada se mantuvo en silencio.
La absoluta falta de sensibilidad y crueldad de esta intervención me hace reflexionar. ¿A qué se está jugando? ¿Es que no hay límites?
Ni qué decir a lo que se exponen los “famosos” que han vendido su intimidad. Con ellos, todo está permitido. Si han dado el paso de comerciar con su vida íntima, se abren de par en par las puertas de la indignidad. Y los medios se creen legitimados para perseguirles y preguntarles la primera ocurrencia que se le viene a la cabeza. No es raro que en medio de un sepelio se dirijan a los familiares de esta guisa “¿Cómo se siente?, “Imaginamos que ha sido un duro golpe para usted” (y todos los lugares comunes inoportunos imaginables).
Si el interrogada/o ha sido “traicionado” supuestamente por su pareja el interrogatorio puede llegar a ser burdo y grotesco.
Y si el famoso se enfada o reacciona bruscamente, ¡pobre de él! Una fuerte algarada de descalificaciones, mentiras, bulos pueden caer sin piedad sobre su cabeza. El razonamiento es : si esta persona vende su vida privada nos autoriza a irrumpir en ella como un elefante en una cacharrería.
Este “todo vale“ ha ido in crescendo en los últimos años ante el silencio total de periodistas autorizados, y esa manera de proceder paulatinamente se ha asumido como inevitable.
En el imaginario de estos medios, compartido por sectores de la población, se ha establecido un decálogo tácito donde la intimidad y la privacidad son vistas como un mero objeto mercantil y un circo de entretenimiento.
Son frecuentes las denuncias en los tribunales. Se pone en marcha un repetitivo circuito que alimenta la voracidad de los medios y las redes sociales.
Un conocido sociólogo formuló la hipótesis de las identidades cambiantes, en constante transformación en las nuevas generaciones, a diferencia de tiempos anteriores donde el trabajo, el lugar de la residencia, la pareja eran pilares que se forjaban de una vez para toda la vida.
Tal vez podamos sugerir que esa identidad personal no sólo es cambiante, sino transparente, en constante contraposición con el espejo social representado por las redes sociales.
Una identidad frágil por la velocidad de los cambios, por la constante exigencia de la mascarada de la moda y situada en el centro de las opiniones y la mirada de los otros.
Una identidad plastificada que puede ser vendida a altos precios en el caso de los llamados “influencers”, tan poco consistente como el humo. Puede ser objeto de envidia y admiración como del más rotundo rechazo.
En la cambiante y frágil identidad adolescente esta farsa ejerce enorme fascinación.
Los jóvenes no pueden abstenerse a ella a riesgo de quedar aislados de su grupo de pares, de ser el raro rarísimo sujeto que no muestra interés por conseguir la foto más arriesgada, la pose más espectacular.
Tal vez mis palabras puedan ser consideradas “viejunas” (nací antes de la era digital), ¿es que el rumor y la malidicencia no han nacido en el preciso momento en que el humano expresó sus primeras palabras? Por supuesto que sí.
De los palos reales en medio de la caverna hemos pasado a los “palos virtuales” tanto o más hirientes en la era digital.
La universalidad y la velocidad de la era del selfie y el móvil marca una impronta y un cambio radical. No somos mucho más de lo que refleja la foto que publicamos en el whataspp a los ojos de los demás. Y si no te haces ver, es que no existes.
Susana Isoletta
Especialista en psicología clínica y psicoanalista